24 de enero de 2011

La princesa prometida, de William Goldman

Publican un artículo mío sobre La Princesa Prometida, de William Goldman, en la revista Hermano Cerdo, que comparto con ilusión. Transcribo.

"La Princesa Prometida / La Princesa Posmoderna", por Pablo Chul.

Bueno, al grano. Si no habéis leído el libro, ya estáis tardando.

Yo tardé, y por eso hablo como converso, es decir en voz muy alta: LEEDLO. Todo lo demás puede esperar, y no sirve de nada haber visto la peli porque la peli es la mitad.

(Ya, pero a mí del cocido madrileño sólo me gustan los garbanzos.


-Bien, pues entonces estás comiendo garbanzos, no cocido.


Ya, pero yo me salto los capítulos de Jesucristo cuando leo El maestro y Margarita.

-Vale, pues entonces estás leyendo otro libro).



Esto pasa con la historia de Westley y Buttercup, que todos conocemos: es la mitad del libro. La otra mitad es la historia ficticia de cómo el autor (William Goldman) resumió la novela La Princesa Prometida, escrita por un supuesto S. Morgensten. El sentido, la gracia, el genio y la vigencia de La Princesa Prometida están en la mezcla de ambas historias (o niveles, o cajas chinas, o registros, o como prefiráis).

De un primer vistazo tenemos, pues, un texto que alimenta a otro, un autor inventado y un aire a metaficción y posmodernidad.

¿Es esto La Princesa Prometida?

Sí, y más.

La Princesa Prometida se escribió en 1973. Entonces narraba la historia de cómo el autor, un alter-ego de Goldman, resumía la novela de aventuras que escribió Morgensten. Cinco años después, Morgensten (que no existe) envió a un editor (que tampoco existe) Los gondoleros silenciosos, una especie de spin-off remoto de La Princesa Prometida. En 1987, Goldman escribió el guión para la película que todos hemos visto. Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate a morir.

El tiempo pasó para todos, personas y personajes, actores y película, y en 1998 Goldman (escritor) engordó su novela contando cómo Goldman (alter-ego) había vivido el éxito de Hollywood y su obsesión por la obra de Morgensten. La Princesa Prometida ganó cien páginas y un tercer nivel de lectura, porque el libro ahora narra, además de las historias de Buttercup/Westley y Goldman/Morgensten, el relato de Goldman frente a su historia en tiempo presente.

Porque el libro no ha terminado. En la última página, Goldman ve a un chico y una chica con sendas t-shirts donde se lee “Westley never dies”. Y si las t-shirts existen en la vida real, es probable que Morgensten también, y que La Princesa Prometida o lo que quede de ella continúe en una futura edición.

Entonces, ¿qué leemos en esta novela?

Pues algo parecido al principio de la segunda parte del Quijote, incluyendo Tasa, Privilegio, Fe de erratas, Prólogo y Dedicatoria al Conde de Lemos. Las glosas de un libro inexistente. Una novela llena de razones para reconciliarse con la posmodernidad que gusta, es decir la que no alecciona. Y es ahí, en este libro como reflexión sobre las funciones de la ficción, donde tal vez esté su sentido.

Como si nada, Goldman desmonta una historia de género caballeresco (la novela de Morgenstern, una “classic tale of true love and high adventure”) y decide narrarla a través de la voz de su alter-ego, que interrumpe, corta y comenta, selecciona, abrevia y molesta.

Es decir, que Goldman y el lector pactan:

a) que la vigencia de un buen relato es independiente de su forma;


b) que la manera de narrar clásica ha muerto; 


c) que el lector aceptará la función de Goldman como intermediario.

Ideas que no aparecen aquí por su valor lógico sino por su efectividad como recurso artístico. Ideas que no se discuten: se tragan.

Porque abrir un libro es creer.

Y así este libro se presenta, aparentemente, como una celebración del placer y el misterio de narrar, ideas que la posmodernidad mata cuando las encumbra y honra cuando las goza, como hacen Coover y Angela Carter: si la ficción es convención y el autor zozobra, escribamos con una sonrisa, o incluso una carcajada...

(El artículo sigue aquí...)

Ilustraciones de Silja Goetz

17 de enero de 2011

Las twenty thousand streets de Patrick Hamilton (2)


Decíamos ayer que el lector se había quedado un poco así con la primera novela de esta trilogía. Pero siguió leyendo, y siguió leyendo, y cuando llegó a la mitad de la segunda (The siege of pleasure) ya había cambiado de opinión porque el lector es un hombre de juicios más bien endebles. Y es que donde dice digo dice diga y se queda tan ancho. Empezó el libro soltando pestes y lo terminó cantando alabanzas. Así es el zen: los contrarios se vuelven unidad, o en su defecto argamasa.

Pues eso: que si Hamilton lo había hecho mal en The Midnight Bell, que si Hamilton necesitaba un curso de narrativa acelerado, que si tal y que si cual, y ahora resulta que Hamilton lo hace todo bien en The Siege of Pleasure. Tan bien lo hace que esta novela otorga sentido retrospectivo a la anterior, e incluso la redime.

The Siege of Pleasure (TSOP) es la historia de cómo Jenny la prostituta llegó a ser quien es. La vemos con un cliente en plena negociación. Tú tienes pinta de chica mala, dice el cliente. Es que lo soy, dice ella, porque un vaso de oporto me echó a perder.

Y entonces vamos al pasado, o para ser exactos, a un pasado de cuento. El siguiente capítulo se llama "The treasure" y empieza con tono y personajes de fábula: una chica perfecta llega a una casa del barrio de Chiswick donde viven tres viejecitos viejísimos, tres caricaturas a lo Dickens. La chica es Jenny, claro, a la que conocíamos sólo como el arquetipo de la putilla.

En este momento se firma el pacto entre autor y lector que rige TSOP:

El autor promete contar la historia de la transformación de Jenny 1 (chica perfecta) en Jenny 2 (prostituta amoral) en clave de fábula, utilizando los recursos literarios propios del género. Queda libre de las obligaciones propias de otras formas como la novela realista o el folletín, y adquiere la facultad de utilizar los elementos narrativos que considere adecuados para el fin y la forma que convenga.
El lector firma y acata.

Así sí se hacen las cosas. El lector avanza por la novela como la niña del traje rojo avanzaba por el bosque, y se traga tres sapos de tamaño estratosférico.

Sapo 1) El desencadenante. La vida de Jenny se transforma por una borrachera. De la noche al día está condenada. ¿Inverosímil? No: estamos en una fábula, y las fábulas tratan con frecuencia del poder transformador de un elemento. También lo hacen las contrafábulas: véanse La leyenda del Santo Bebebor, de Roth, y el Billete de un Millón de Libras, de Mark Twain. Aquí un vaso de oporto arruina a Jenny, y nos parece muy bien.

Sapo 2) La psicología del personaje. Un arquetipo que se transforma en otro, y juntos, como dos mitades en el tiempo, componen un personaje. No hace falta más. Basta que el arquetipo tenga reacciones humanas para que nos lo creamos. Estamos en una fábula, remember.

Sapo 3) La ausencia de suspense. Mira, dice Hamilton, aquí tenéis el final, encima de la mesa y bien clarito: Jenny termina mal. Pero, ¿queréis que os cuente el cuento de cómo la buena de Jenny terminó haciendo la calle por culpa de un vaso de oporto?

Si es que no hay nada como ser sincero, incluso en arte. ¿Que Matthew Barney es de pueblo? ¿Que a Marina Abramovic le pesan los Balcanes? ¿Que el flan no es de la casa? Vale, pero que lo digan.

El lector goza con TSOP. El lector es un vendido. Al lector le parece bien la borrachera que se pilla Jenny, y le parece hasta magistral la tercera parte de esta novela, llamada "The Morning After". Porque hay una morning tras la cogorza, y Jenny la sufre como si fuera una pesadilla. Cada acción a su alrededor está ralentizada con esa atención que hipnotizaba en The Slaves of Solitude y ponía de los nervios en The Midnight Bell.

Total, que el lector termina la segunda novela de esta trilogía en las antípodas de donde la empezó. Tanto, que se adentra en la tercera pensando en metáforas para contar cómo una parte de la obra ilumina y transforma el sentido de las demás. Pero no se le ocurre más que la luz del pasillo que ilumina el dormitorio.

Y es que el lector es simple.


Fotografías de Lorna Simpson

16 de enero de 2011

Twenty thousand streets under the sky, de Patrick Hamilton (1)


Empezamos mal: la primera novela de este tocho hace aguas por aquí y por allá. Se llama The Midnight Bell y Patrick Hamilton la escribió en 1929, cuando acababa de pasar por el infierno de una relación chunga con una prostituta. La chica, por lo visto, le humilló, le robó y le dejó amorrado a la botella y tiritando.
Cherchez la femme? No: es que fue así.

Y como fue así, Hamilton, entre trago y trago, se puso a escribir la historia. Tal cual, tomada de la vida.

(Pero aquí entra el corifeo de la técnica narrativa y dice:
OH, AUTOR, NUNCA, NUNCA, OH, NUNCA CUENTES, OH, LAS COSAS COMO FUERON).

Hamilton tenía veinticinco años y llevaba su vida sobre los hombros, como pasa con frecuencia. No oyó al corifeo y siguió escribiendo, borracho perdido. Se transformó a sí mismo en Bob, el camarero del pub The Midnight Bell, y convirtió a Lily la chunga en Jenny la chunga. Añadió a Ella, una compañera de Bob, y listo. Los ingredientes para la historia de abuso y tortura emocional estaban sobre la mesa.

Pero los ingredientes no garantizan el resultado. Con un cabrito puedes hacer un asado o una misa negra.

Pues The Midnight Bell es una novela pálida, casi pobre, al lado de, por ejemplo, Los Esclavos de la Soledad. Leerlas al mismo tiempo funciona como un curso de narrativa by the face: lo que funciona en una falla en la otra, y la diferencia en el uso de elementos similares es sutilísima. Pero fundamental, of course.


Punto 1: Personajes redondos vs. arquetipos.
La mayoría de los personajes de ambas novelas son arquetipos. Si la protagonista de LEDLS era una solterona estirada con pretensiones intelectuales, el de TMB es el camarero enamoradizo y un poco confiado que quiere ser escritor. Allí el triángulo lo completaban el soldado americano y la amiga traidora, aquí la prostituta sin corazón y la camarera noblota que seca vasos y los deja en la barra con un suspiro porque es sensata. No hay pretensiones de convertir a estos arquetipos en personajes complejos: conoceremos de ellos sólo los rasgos que subrayen su identidad arquetípica, no los que la contradigan. Bien.

Pero el sentido artístico de LEDLS se entendía al leerla como un retrato global de seres incapaces de trascender esa identidad limitada, plana y ramplona. Eran gente pequeña vista a través de los ojos de un narrador que hacía explícito su deseo de contar que la gente era bidimensional y pobre, y que sufría por ello. Un elemento narrativamente neutro (personajes arquetípicos) estaba al servicio del sentido.

En TMB, sin embargo, el mismo elemento apunta a otra dirección, y tal vez pincha. Porque aquí los personajes son igualmente arquetípicos pero la novela aspira a ser un retrato del amor torturado.

(Corifeo: MAL, MAL, MAL, AUTOR. UN TEMA MANIDO CON PERSONAJES PLANOS NO ES UNA BUENA IDEA...)

Y no es que el tema esté agotado, pero no da más de sí cuando no se rescribe desde cero.

(Corifeo: OS LO DIJE, MORTALES. CUIDADITO CON LOS PERSONAJES PLANOS.)

Así pues, en la categoría "uso de los elementos narrativos en dirección satisfactoria", el resultado es: Slaves 1, Midnight Bell 0.


Punto 2: La situación.

La vida es triste, oh, sí, pero también alegre, oh, sí. La guerra es mala, oh, sí, pero en los refugios antibombas (véase Proust) se ligaba de maravilla, oh, sí. Los matrimonios rotos dan pena, oh, sí, pero también mucha risa.

En resumen: ninguna situación (entendida como espacio+tiempo+conflicto) exige de manera necesaria o exclusiva ningún tono. La situación es previa a la sensación transmitida al lector, y sólo los elementos de aquélla que se dirijan hábilmente hacia el sentido serán percibidos como elementos cargados dramáticamente.

Parrafada que, in other words, quiere decir: The Midnight Bell exige que el lector acepte de antemano que la situación es gris en términos generales porque el autor lo decreta, pero el lector se rasca la cabeza y se pregunta por qué un camarero, un pub y una prostituta son deprimentes per se.

(Corifeo: NO MÁS QUE UN CAMPO DE AMAPOLAS HASTA QUE EL AUTOR DEMUESTRE LO CONTRARIO).

El lector bebe un vaso de agua y recuerda LEDLS. Allí aparecían sólo dos o tres elementos de la guerra (el black-out, el desempleo y los soldados), y cada uno, como quien dice portaba su vela: el black-out era ceguera metafórica y existencial, el desempleo le llegaba a la protagonista en el momento justo y el soldado entraba en la pensión para desencadenar la trama. El lector termina el vaso de agua e increpa al cielo.

En la categoría "uso de la situación", vamos así: Slaves, 1, Midnight Bell, 0.


Punto 3: El suspense.

Tiemblan los escritores puristas al oír esta palabra maldita. Oiga, dice uno, yo escribo como me sale, tal cual, desde lo más profundo del corazón, y sin forma ni consciencia. Oiga, dice otro, yo tengo el verbo muy fino y mis lectores me siguen doquier voy. Oiga, dice el tercero, eso del suspense es cosa de best-sellers.

(Corifeo: OS VOY A DAR PERO BIEN. NO HAY NARRACIÓN SIN SUSPENSE).

Existe el suspense en cada palabra escrita entre una acción y su consecuencia. Da igual el género y la intención del texto. Cuando la plasta de la señora Dalloway dice que se va a comprar flores, el lector quiere saber qué flores, cúando flores, cómo flores, dónde flores y para qué flores.

Pero TMB frustra el suspense de la narración porque el tono y la situación anticipan el desenlace exacto. El lector puede escribir lo que va a pasar desde el primer trago que se bebe el camarero.

Lo cual no es, en sí, ni bueno ni malo: no se lee para saber el desenlace de la historia, pero cuesta avanzar en una novela en la que, además de a los personajes y el tema, se ha sacrificado también el suspense.

Y así queda la cosa en el apartado "suspense": Slaves 1, Midnight Bell 0. Total: 3-0.

The Midnight Bell es un polvorón bien seco. El lector masca y masca, y al final traga. Son poco más de doscientas páginas que se hacen pesaditas, pesadas, pesadísimas.

Pero, ay, ay, ay, el lector es un pringao, un melón, un zoquete, porque esta novela es la primera de una trilogía que Hamilton decidió agrupar en un solo volumen. Sigue leyendo como un penitente, se adentra en la segunda (The siege of pleasure) y entonces... entonces... entonces tiene que repensar todo lo pensado porque el sentido de TMB cambia RADICALMENTE cuando se entiende como parte de un todo.

(Corifeo: PRINGAO, MELÓN, ZOQUETE).

Y el lector borra el post, se traga sus palabras y vuelve a pensar en The Midnight Bell desde cero, castigado en el rincón y mirando a la pared.

Fotografías de Louis Porter