14 de octubre de 2010

The scapegoat, de Jocelyn Brooke

Conocemos el paisaje y los actores: Inglaterra antes de la Segunda Guerra Mundial, niño gay hipersensible que queda huérfano y es acogido por su tío soltero, un hombre gigante e hipermasculino que se pasea por casa en ropa interior o, mejor aún, en bolas.

Conocemos la trama: el niño, inevitablemente, siente la llamada del lado oscuro, que aparecerá en forma de paisaje amenazante, de soldados que surgen entre las zarzas haciendo maniobras y de unos túmulos prehistóricos que evocan ritos ancestrales y sacrificios.

Pero por si alguien se despista, el autor, Jocelyn Brooke, nos recuerda tres veces en las primeras veinte páginas que la suma de tales elementos anuncia desastre, y hace presentir al niño a sudden spasm of fear: a sense, almost, of immediate danger.
Vamos, que esto no es una comedia. El niño va a terminar really mal. La primera parte se llama Initiation y la segunda The Sacrifice.
Ya oímos los tiros.

Este libro se lee como un Denton Welch sin cafeína, pero se lee. Tiene su ritmo y su relativo misterio y, sobre todo, tiene el morbillo de una reliquia que hace gracia porque, como dice el narrador de The go-between, "The past is a foreign country: they do things differently there".

Y en cierto modo parece que The scapegoat, escrito en 1948, viniera de otro mundo o, al menos, exigiera un contexto específico contra el que definirse y sin el cual tal vez quede mudo, cojo o incluso muerto.

In other words, que Jocelyn Brooke narra aquí un relato sobre la naturaleza corrupta, inefable y fatal de la homosexualidad: una idea vieja, viejuna, viejunísima que tal vez triunfe en regímenes totalitarios como Irán, Marruecos o Italia pero que no se representa con esos tintes en el Occidente civilizado.
Afortunadamente.

Porque el niño protagonista siente en su interior un batiburrillo de impulsos: teme, adora y desea a su tío; quiere huir y quedarse, crecer y no crecer, hacerse un hombre y ser una flor... Y el tío, igualmente confuso, no le ayuda, o tal vez sí: le azota, le obliga a hacer ejercicio para fortalecerse, le mete en su cama, le castiga, le perdona, le vuelve a castigar...

La lógica artística de los elementos en los que se encuadra la historia (el paisaje simbólico, el aislamiento, la soledad de la infancia y la amenaza de la guerra) exige que el niño se deslice pendiente abajo. En la ficción, como en el pasado, una cosa lleva a la otra. Aislados en una granja medio derruida, bajo la única mirada de un mayordomo medio sospechosillo, el tío y el sobrino se buscan las vueltas.

Ya está todo dicho. Lo demás sucede. El niño encuentra unas esposas en la casa del tío y, a las semanas, asiste a una escisión en su interior. Sin saber por qué, roba en el colegio todo un arsenal s/m: puntas de flecha, una cadena de bici, una cuerda, unas zapas de fútbol, un cinturón y unas bermudas del vestuario.
"¿Por qué lo has hecho?", le pregunta el tío.
"No lo sé".
He aquí el principio del monstruo según la imaginación literaria del siglo XIX: uno asiste al desdoblamiento en su mente y en su cuerpo, se ve y no se reconoce. La bestia ha despertado.

Así que vuelve a la granja, dispuesto a todo, atraído por el lado oscuro. Y a partir de ahí leemos para saber el cómo del qué.

Jocely Brooke escribió un ensayo biográfico sobre Denton Welch y prologó la primera edición de sus diarios, en 1952. La lectura simultánea de la obra de ambos produce la sensación de estar leyendo exactamente la misma historia (mismo tren, mismos soldados sucios de cruising por los caminos, mismo colegio, mismas ruinas de un mismo pasado) transformada en dos impresiones, dos experiencias, dos autobiografías.
Lo que nos lleva, como siempre, al misterio de la trasposición de vida en arte. Nuestras vidas son los ríos, por supuesto, pero son ríos idénticos a otros ríos a otros ríos a otros ríos.

Pero, ¿en qué se diferencian Welch y Brooke? No en el sentido, sí en el estilo. No en las historias, sí en la edición de sus detalles. No en su valor histórico, sí en el artístico. No en la sorpresa, sí en la originalidad. No en la importancia, sí en la trascendencia.

Con todo, The scapegoat arde. Está escrito con la certeza de que la literatura es expresión necesaria y casi inevitable.
Idea que hoy en día parece casi revolucionaria.

Fotografías anónimas

2 comentarios:

Persefone dijo...

Me gusta mucho esta entrada suya, Sr. Chul.
Tan misericorde como siempre. Me ha dejado con ganas de leer al señor ese Dench (¿pariente de Judy?).
Y la cita suya que pone sobre el pasado en el extranjero me encanta.
Rachel Wench

Anónimo dijo...

He realizado una búsqueda en internet de una serie de la que no había oído hablar, y he terminado en tu crítica, gracias a la cual he descubierto que mi ignorancia es aún mayor de lo que pensaba:
no conocía a Jocelyn Brooke, pero lo tendré en cuenta en mis próximas lecturas.
También he descubierto que, de vez en cuando, la gente también sabe escribir bien en sus blogs.
Gracias.