Pero el escritor es, en general, indiferente a la identificación que el lector paranoico hará con su obra de aquí a cien o dos mil años. Escribe sobre su tema lo mejor que sabe y después, tal vez, reza para que su libro sobreviva milagrosamente y salve alguna que otra distancia espacio-temporal.
Cyril Connolly escribió “Enemigos de la promesa” como si se enfrentara a un reto: quería que su libro, un ensayo sobre el estilo literario y el tiempo, aguantase una década, lo cual no es pedir mucho, pues los ciclos del gusto hegemónico son algo más largos. Pero Connolly, fundador de la revista Horizon, escribía en 1938 con la certeza de asistir al cambio generacional en la escritura que la Segunda Guerra Mundial habría de precipitar más tarde, y analizó en este libro el origen y las características del estilo “vernáculo”, destinado a suceder al “mandarín”, así como los principales peligros que acechaban al escritor de entonces y la transformación social del momento.
La revista Horizon, como un faro, sobrevivió a la guerra, pero el estilo “mandarín”, que provenía de una tradición culta y que había encontrado en el grupo de Bloomsbury a sus abanderados, se debilitó. La publicación de “Retorno a Brideshead” en 1945 es un hito funerario: la novela, snob, hinchada, lírica e inmóvil, gustó a todos los que supieron ver en ella la idealización temática y estilística de una era muerta, pero nada más. Tenía, como escribió Elizabeth Bowen, “el brillo del pasado, o más bien el brillo que nuestros sentimientos imponen al pasado”. Pero la propia Bowen, mandarina hasta los huesos cuando había tocado serlo, se lanzó a hacer novelas experimentales que pudieran dar cabida a un mundo fragmentado y sin norte, y la generación de posguerra resultó estar más cerca de D.H. Lawrence que de Edith Sitwell. Forster lo resumió en “Dos brindis por la democracia”: “Ha supuesto la destrucción del feudalismo y de las relaciones basadas en la tierra, ha supuesto la transferencia de poder del aristócrata al burócrata y del jefe al perito. Tal vez suponga la democracia, pero no todavía”.
Pero el lector, acostumbrado a intentar destilar una moraleja de todo lo que cae en sus manos, tal vez quiera ver en las palabras de Connolly la lección eterna de un maestro, la gran verdad, lo indiscutible, y tal vez corra el riesgo de adulterar el análisis al intentar superponerlo a unas coordenadas literarias distintas: al aquí y al ahora. Pues el libro está vivo y chisporretea de ingenio, pero sus conclusiones no hablan de nosotros.
Reconocer que un libro está anclado en su tiempo no le merma mérito, y es posible que ésta sea la primera asunción necesaria para empezar a comprender el sentido profundo de algunas obras del pasado: que es el lector quien debe salvar la distancia temporal y cultural que lo separan del texto, no al revés.
Connolly no escribe para nosotros y Ana Karenina se tira delante del tren con o sin nuestro permiso. Cuando Connolly habla de la religión o la adormidera como vías de escape para los escritores, o sobre las trampas del éxito, el talento o la sociedad, la salud o el fracaso, se refiere a un mundo extinguido. Nuestra sociedad, como nuestra literatura, es otra. No hay aquí un fenómeno artístico semejante a la alternancia de corrientes mandarinas y vernáculas, Defoe no es Quevedo ni Baroja hace por la prosa castellana lo que el cardenal Newman por la inglesa; y si un escritor actual se deja convencer por Connolly en sus opiniones sobre la sátira o el dandismo, tal vez deba pensar que ha sido hechizado más por la buena prosa que por el juicio infalible. Pues tal es el efecto de la escritura de primera: que siempre parece tener razón.
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