Publican un relato mío en el último número 83 de la Revista La Bolsa de Pipas. Aquí va íntegro.
El castillo de Neuschwanstein, Pablo Chul.
La máquina de café que instalaron en nuestra oficina estaba decorada con una foto de metro y medio del castillo de Neuschwanstein. Desde lo alto de su risco, el edificio, con torres asimétricas y gabletes más o menos góticos, dominaba valles nevados, un bosque de abetos y un lago de montaña en el que se reflejaba parte del cielo azul, puro, glacial, sin nubes. En la parte de abajo, en tres idiomas, estaba escrito que aquel lugar era el paisaje más bello del mundo. Piú bello. Most beautiful.
-¿Es Suiza? –preguntó Inés.
-Es Alemania –respondió Montero-. Lo construyó un rey que luego se mató porque dijeron que estaba loco. Uno que tenía una barca en forma de cisne. Uno que abdicó porque le obligaron.
Todos pasamos por delante de la máquina varias veces. Convinimos, por la quietud que emanaba de la escena, que la foto se había hecho a primera hora de la mañana, y cada uno se fijó en un detalle distinto, como un árbol que parecía nacer en la nieve o una placa de hielo al borde del lago. En la oficina olía a coníferas, a resina, al Tirol.
Pero la máquina no daba cambio, y los precios estaban decididos con toda intención. Un cortado, por ejemplo, costaba un euro con treinta céntimos. Un café con leche doble, un euro con cuarenta y cinco. Uno solo, euro con diez. Pero el té, que nadie toma, costaba un euro redondo. Los que alquilan la máquina lo saben y se hacen ricos con los picos sueltos de la gente que no lleva cambio.
A mí, como jefe y encargado de la contabilidad, me preocupa que se gaste sin razón. Evitar el pequeño goteo puede significar, al final de año, algo de beneficio a nuestro favor para detalles de Navidad o la propina del restaurante de la cena de empresa. Me parece que todo cuenta. No creo ser miserable.
Así que me adelanté al problema y preparé una tabla con los nombres de los empleados en una columna, a la izquierda, y las modalidades de café en una fila, arriba, dejando más espacio para las categorías de cortado y con leche. Y les expliqué a todos que anotaríamos cuánto dinero gastábamos en cada consumición en el cruce entre su y nuestra casilla. Cuando viniese el técnico a calcular la recaudación, sumaríamos el número de cafés y le pagaríamos eso, sin más. El resto del dinero lo devolveríamos a sus dueños según la lista.
No sé cómo lo hacen en otras empresas. Me temo que se dejan hipnotizar por la belleza del paisaje.
Imprimí la tabla, la pegué en un lateral de la máquina y me imaginé a mí mismo en una noche helada. Me había perdido en una densidad gélida y lechosa, en un bosque hundido en niebla, y de vez en cuando oía el ruido de la nieve al caer de las ramas de los abetos. Los cristales de hielo crujían bajo mis botas, y yo caminaba hacia la muerte por congelación o, quizá, hacia el amanecer. Y por sorpresa, ante mis ojos, de repente la niebla empezó a teñirse de azul claro y se disipó en jirones deshechos por los primeros rayos de un sol mate. Vi una torre cónica, un grupo de ventanas, un muro en talud, un tejado de pizarra y, al fin, naciendo entre la niebla, el castillo completo en la cima de su peña.
A los dos meses, después de calcular la recaudación, sobraban casi cuarenta euros.
Fui puerta por puerta a todos los despachos:
-Sala de juntas en diez minutos.
Les recordé que la iniciativa de la tabla repercutiría en todos nosotros y que debíamos tomarnos la molestia de anotar el dinero de todos los cafés, incluso si pagábamos el importe exacto, en la casilla que nos correspondiese. Si no lo hacíamos por nosotros, debíamos hacerlo por solidaridad con el ahorro de nuestros compañeros.
-No quiero que nadie pierda dinero pero, desde luego, no quiero que nadie se quede con nada que no sea suyo. Alguien no está apuntando sus consumiciones. Hay dinero de más.
-A mí se me ha olvidado alguna vez –dijo Inés.
Le pregunté cuántas.
-Eso no lo sé. Cinco, seis, pero casi siempre llevo cambio.
No recuerdo quién confesó algún otro despiste. Nada en concreto.
-Si sobra dinero y no es de nadie –dijo alguien-, entonces es de todos. Lo usamos para la oficina, y ya está. Si os parece.
Nadie reclamó el dinero. Esa misma tarde, al volver de comer, paré en una floristería y compré una planta de jazmín.
Pasé un rato decidiendo dónde colocarla, y al final elegí un rincón a la derecha de la mesa de Montero porque sospechaba de él. Le había visto muchas veces por el pasillo con un café en la mano, pero nunca con un boli. Y en la reunión no había abierto la boca. Era un hombre mayor, culpable tal vez de muchos olvidos. Quise recordarle la importancia de anotar los cafés –todos los cafés- y puse la planta a su lado, como un mensaje delicado.
Montero se quitó las gafas y movió su silla hacia atrás.
-Esto, ¿a qué viene?
Sentí el calor de la vergüenza en la cara, y después en todo el cuerpo.
-¿No le gusta? ¿Me la llevo?
Y me sentí, de repente, imbécil.
-¿Me la llevo?
-Déjela.
-Aquí tiene buena luz.
-Que la deje ahí. Gracias.
Noté el corazón en la garganta y volví a mi despacho como si saliera a la pizarra.
El dinero es algo muy espinoso. Por eso hay que ser escrupuloso en su manejo.
Unos días después, salí de mi despacho y me encontré a Montero delante de la máquina de café con una moneda de dos euros en la mano y una sonrisa paralela al bigote. Estaba, como quien dice, con el cuerpo del delito.
-Le iba a pedir cambio ahora mismo –dijo.
Mentira.
-Descuide, Montero –contesté –a éste le invito yo, que llevo suelto. Un café no va a ninguna parte…
Algunos no aprendemos nunca.
-…pero muchos cafés, al final…
¿Por qué lo dije? Montero clavó la mirada en el lago como si fuera a deshelarlo.
-¿Todo esto es por unos céntimos? –dijo.
Y me dejó con dos cafés delante de la máquina. En la torre más alta, justo debajo del tejado, me fijé en un balcón circular, con una balaustrada de arcos apuntados muy estrechos y juntos. Quise imaginar la vista desde allí, pero no pude.
Me bebí mi café, y después el de Montero.
Algo menos de dos meses más tarde, justo antes de que el técnico pasase por la oficina, tuve una sorpresa. Montero asomó la cabeza por la puerta de mi despacho. Estaba de muy buen humor.
-He pensado algo, pero no se moleste si se lo digo –empezó-. Antes de que me monte otra reunión extraordinaria o me lleve un ramo de rosas a la mesa, lo confieso. Mire, lo voy a cantar: yo soy el que no apunta los cafés. Se me olvida, qué le voy a hacer, no me acostumbro. Ya está.
Y se sacó un paquetito plano del bolsillo.
-Esto es para usted, para que no me ponga en evidencia.
Era una foto de una montaña dentro de un marco plateado, y no supe muy bien si el regalo era el marco o la foto.
-Es el pico más alto de Austria, el Grossglockner –dijo-. Casi cuatro mil metros, cerca de Italia. En los Alpes Nóricos.
Le dije que no tenía que haberse molestado. Él se sentó en una silla y cruzó las manos en el borde de la mesa, delante de mí.
-Usted es el que no tenía que haberse tomado la molestia; a mí las plantas se me mueren siempre.
Y empezó a hablar de montañas. Me contó que, de joven, había escalado el Cervino, el Mont Blanc y alguna otra. Estuvo un rato largo en mi despacho dibujando peñas y desfiladeros con las manos en aire.
-Pero ya no escalo. Ahora me gusta cazar.
Cazar. Eso dijo, esta vez con las manos quietas.
-Osos. Matar un oso, eso sí es un sueño. Aquí en España no se puede, está prohibidísimo, pero en Rumanía y en Hungría, sin problemas. Se compra una licencia y listo. Hay osos por todas las montañas.
Me contó algo más y se fue. Creo que cualquier persona entendería que a mí, en asuntos de dinero, me guía el celo. Se me puede perdonar.
Al día siguiente, después de recaudar, sobraban unos cincuenta euros. En realidad, pensé, si Montero era el único que no apuntaba sus cafés, el resultado no cambiaba en absoluto: todo el dinero extra era suyo. Era como si apuntase, pero con tinta invisible.
Así que decidí esperar a reunir el dinero de varias recaudaciones y devolvérselo, todo junto, en su cumpleaños. O quizá, mejor, hacerle un buen regalo, algo más personal, elegido para él.
Se me ocurrió un chaleco de caza con muchos bolsillos.
Pero a Montero empezó a gustarle llamar a mi puerta a media mañana. Golpeaba suavemente con el canto de una moneda y decía:
-Si alguien quiere un café…
Y a veces, sólo a veces, yo salía para tomar el café con él de pie, delante del castillo de Neuschwanstein, viendo los abetos y el cielo azul. Pero casi siempre se sentaba en mi despacho, hablaba diez o quince minutos y se iba.
Llegué a saber de la vida de Montero más que nadie en la oficina, y creo que en la tierra entera. Me contó que vivía con su tía anciana, en el piso de ella.
-Un cura la dejó embarazada durante la guerra. Se fue a vivir con mi madre, le obligaron a abortar, empezó a perder la cabeza. No hace nada, no sabe dónde está, cree que yo soy el hijo del cura. Se pasa el día sentada al lado de un radiador, invierno o verano. Eso es todo, no hace más. No va a durar mucho, está ya más seca que la mojama. En cuanto caiga y yo me jubile, a vivir, se lo digo como lo siento. Vendo el piso y me largo a cazar. No voy a dejar ni un oso en todos los Cárpatos.
Muy bien, Montero. ¿Y qué?
Y no es que me resultase desagradable, pero, muy poco a poco, Montero pareció dar por sentado que a mí me apetecería escucharle todos los días, uno tras otro. Se imponía, con un café para él y otro para mí. Era evidente que no hablaba con nadie más, y empecé a echar de menos perderme entre los abetos nevados, en soledad, con un café –mi café- en la mano frente a la máquina, y no volver a escuchar la historia del cura violador y el hijo abortado.
-Ah, y masca –me soltó una vez de pronto.
-¿Masca? ¿Quién?
-Mi tía, sí. No se lo dije el otro día. Se mete un bizcocho de soletilla en la boca y lo masca un rato. Si se le pega al paladar, se hurga con el dedo. Luego toca el radiador para ver si está frío o caliente, ya sabe. Así todos los días.
Efectivamente: así todos los días. Ciervos, zorros o raposas, me daba igual.
Una vez, abrí la puerta de mi despacho y me encontré a Inés absorta en la contemplación de las laderas alpinas. Llevaba un jersey de cuello vuelto con un crucifijo por encima y el pelo recogido con horquillas.
-Estaba pensando –me dijo- en aprender a esquiar.
Parecía volver en sí después de estar muy lejos.
-Por cierto, tenía que decirte que Montero me ha dado la planta que le regalaste. Dice que no quiere que se le muera, que él tiene muy mala mano.
-Gracias, Inés.
-¿Sabes si desde Sierra Nevada se ve el mar? No a pie de pista, eso me figuro que no. Pero, igual, a lo lejos. Esquiar viendo la Alhambra con el mar de fondo, ¿te imaginas?
-Creo que no. No está todo tan cerca, y creo que el mar y la montaña son direcciones distintas.
-Bueno, ya veré. Igual sí, igual no.
Y entonces, una tarde, me quedé el último en la oficina. Al salir, Montero estaba sentado en el sofá del portal, con una revista de pesca sobre las rodillas. Dijo que tenía el coche en el taller. Si no me importaba, acaso yo podría, en fin, acercarle.
Lo vi como por primera vez. Me fijé en su cuello, atravesado por arrugas horizontales, en su bigote amarillento, en las manos cubiertas de pelos hasta la mitad de los dedos. Llevaba gafas nuevas, sin montura. Se estiró el pantalón al ponerse de pie. Le vi las uñas largas y limpias.
En el coche, me contó una historia en la que él y un amigo se perdían en los Dolomitas y dormían en una cueva. Pasaban tanto frío que se meaban en las manos para que no se les congelasen. Sobrevivían de milagro.
No me lo creí, no me importó y me dio asco.
Paré el coche a la puerta de la casa de su tía, un bloque de pisos de estilo franquista en piedra gris y ladrillo, con las ventanas apagadas. Imaginé a la tía de Montero, consumida en un sillón, fuera del tiempo, al lado del radiador, al final de un pasillo interminable, en la posguerra, en una vida de domingos por la tarde.
Miré a Montero. De perfil era viejísimo, y yo no tenía nada que decirle. Enroscó la revista en su regazo.
-Si quiere –ladeó la cabeza-, mi tía está más muerta que viva.
-Montero, no le entiendo –dije.
De verdad, no le entendí.
Se bajó del coche y entró en el portal. Llevaba el abrigo sobre los hombros, como una capa, y encendió un cigarro del que salió un humo gris, gris, gris.
Al día siguiente, con ciento cuatro euros a su favor, Montero se pegó un tiro en el pecho.
Como jefe, me encargué de las formalidades. Convoqué a todos los compañeros a la sala de juntas, les di la noticia y expuse el problema del dinero sobrante. Votamos emplearlo en una corona para el entierro. Era lo correcto.
Para que me diera el aire, fui yo a una floristería. Sobre el mostrador, una señora de mediana edad y pelo negro pasó las páginas plastificadas del catálogo de coronas funerarias.
-Esto es orientativo –dijo-, recién hechas quedan mucho mejor.
La más pequeña era del tamaño de un roscón de Reyes individual. Todas me parecieron bonitas. Todas eran caras.
El dinero llegó para una mediana.
-¿Qué texto va a querer en la cinta? ¿Es para un familiar?
-Para un compañero de trabajo.
-Entonces, ¿“tus compañeros”?
-¿Tus compañeros? ¿De tú? –le pregunté.
-Claro, sí. De tú. A los muertos de tú, siempre. Sí, siempre. Pero escribimos lo que usted prefiera.
Elegí la corona y el texto, pagué y volví al coche. Pensé que había llegado el momento de empezar a tutearte, Montero, y se me escaparon lágrimas por sorpresa, de repente, a lo tonto.
Porque no puedes hacernos esto a nosotros, a tus colegas. Te lo habrías pensado si hubieras visto a Inés al salir de la sala de juntas. Fue a la máquina, miró la lista de los cafés, pasó los dedos por tu nombre y se fue a su despacho, a llorar sin duda.
Tus casillas vacías, Montero, eso fue lo peor. Como si hubieras empezado a irte antes de tiempo.
Y nadie habló en todo el día. Sin preguntar a nadie tiré la planta de jazmín, que estaba aún medio verde. Guardé la foto del Grossglockner en un cajón de mi mesa y llamé al informático para que formatease tu ordenador. Repartí el trabajo que habías dejado pendiente entre los vivos, y los restos de tu presencia, Montero, desaparecieron en un par de horas.
Preparé una tabla nueva, ésta sin tu nombre, despegué la vieja del lateral de la máquina de café, la doblé y la metí entre las páginas de mi agenda.
Montero, a punto de jubilarte. Sin avisar.
Conduje hasta el tanatorio, busqué tu sala y te vi en tu ataúd, dentro del escaparate. Estabas guapo, Montero. Te habían puesto un traje de tres botones y te habían maquillado bien. Te habían disimulado las ojeras. Te habían peinado el bigote. Tenías las mejillas más llenas, casi lisas. Llevabas las gafas nuevas. Eras un hombre digno de aprecio y respeto, frente a mí, los dos solos en la sala del tanatorio, separados por un cristal y un tiro en el pecho.
¿Dónde te lo pegaste? ¿En el corazón? ¿Justo en el centro? ¿Cerraste los ojos?
Montero, pensé en ti, ¿sabes?
Y te imaginé en el balcón de la torre más alta del castillo de Neuschwanstein con una escopeta de caza, matando a los osos de toda Europa. Estaba amaneciendo, Montero, y empezaba un gran día. Manadas enteras acudían a ti desde los Urales y los Apeninos como si el sonido de los disparos les llamase por su nombre. Los osos se acercaban a los pies de la colina y se dejaban matar a cientos, a miles, abatidos por ti. Las osas empujaban a sus crías con la zarpa hasta los claros del bosque para que tú pudieras verlas bien y matarlas, una a una. Los ositos rodaban hasta el centro de tu mira telescópica. Tú disparabas, ellos morían. Todos.
Y no dejabas ni un oso en el mundo, Montero.
Entonces se abrió una puerta lateral dentro del escaparate, y un operario entró con nuestra corona, que ahora es la tuya. La colocó a los pies de tu ataúd, justo frente a mí.
Pensé que era exactamente del tamaño de un salvavidas.
Perdóname, Montero, pero eso fue lo que se me pasó por la cabeza.
Tu corona era preciosa, Montero. De verdad, te habría gustado. La habían hecho con lirios, gladiolos y claveles entrelazados, y dos amarilis rojas, juntas, en la parte de abajo.
Y escrito en la cinta, con mayúsculas negras, de lado a lado:
LO DE TUS CAFÉS
Fotografías de John Mann