Según el contrato social vigente, los
ciudadanos debemos creer en una relación estrecha entre
significantes y significados. Es una que ley nos mantiene, por así
decirlo, en nuestro sitio, dentro de los confines de una imaginación
justita pero sólida, para la que una subida de impuestos quiere
decir solo eso: que suben los impuestos.
Otro ejemplo: un imbécil es un
imbécil. Una imbécil es lo mismo, pero en femenino.
Un problema lingüístico sucede en
Madrid a principios de abril. Son las cuatro de la tarde, esa hora en
la que el carril bus pierde su santo nombre a la altura de la Plaza
de Callao. Es un día entre semana, y una sexagenaria rubia necesita
usar un cajero automático porque no lleva suelto encima, ni en un
sobre ni en su cartera, que desaparecerá más adelante, bien entrada
la historia, en un rifirafe con los agentes de la autoridad machista.
Cuenta la leyenda que la sexagenaria necesitaba dinero para una
partida de bridge a beneficio de los pobres. Y es que a este Madrid
basado en hechos reales puede traerse toda la parafernalia del
Londres de Dickens o el París de Zola, incluyendo, si ustedes
quieren, cerilleras moribundas o gachas de avena. Y aunque no lo
quieran: en la historia aparece un barrendero que, en el ejercicio de
su deber, vacía una papelera y encuentra la cartera de la rubia. Por
algún lugar había un Toyota blanco, pero su función es
instrumental: la caridad no puede llegar al lugar de los hechos
volando. Si el coche distrae, lo eliminaremos pronto.
Nunca llegaremos al fondo del problema
lingüístico que la existencia de un cajero automático en una
esquina donde no hay ni un alma ha provocado, pero sí podemos medir
sus consecuencias en grados Richter y desde casa, como nos gusta
hacerlo. Y es que esa tarde se acaloró mucho el lenguaje, y los
pobres, seguramente rencorosos por no haber recibido la limosna de
ese bridge que finalmente no se jugó, usaron palabras febriles.
Algunos recurrieron al insulto, que, como bien dice la televisión,
descalifica a quien lo usa, y por tres razones.
La primera es que es feo.
La segunda es que el insulto es un acto
de fe. Quien dice, por ejemplo, "esa tía es una imbécil"
cree con terquedad que la relación entre significante y significado
no podrá romperse nunca. Si alguien profirió tales palabras esa
tarde de abril, esperaba de corazón que el significado del feo
insulto fuera la sexagenaria rubia. Era un acto de constatación,
como quien cuenta su salario mínimo para descubrir que es bajo.
La tercera es su potencial peligro. Si
un insulto es la expresión de un pensamiento, también lo será un
puñetazo o un haiku, o un acelerón que derribe una moto.
Pero no: las motos se desmayan.
Y todo lo anterior, fíjense bien, no
es más que un debate de orden lingüístico acerca de una cartera
que desaparece. Las demás elucubraciones son, como los improperios
de los pobres, salidas de tono sin lógica alguna. Es lo que pasa
cuando se rompe el contrato intelectual vigente y los sueldos, en
lugar de bajar, experimentan moderaciones en sus desaceleraciones. Se
abre la puerta al caos porque la imaginación propia, antes bien
ceñidita en su faja pequeña como una funcionaria a sueldo y piñón
fijo, de pronto se ha visto libre, loca: externalizada.
Aquella tarde yo estaba leyendo dos
libros a la vez, uno con cada ojo. Con el derecho leía "La
Antorcha", de Karl Kraus, y con el que antaño era el izquierdo
leía las memorias de Nadiezhda Mandelstam. Los dos hablaban del
lenguaje secuestrado, del ruido y la mentira, y los dos lo hacían
como quien, tras el terremoto, coge una piedra y dice: piedra.
Si ustedes son lectores, sabrán de qué
hablo. Si son escritores, sabrán que esto es sagrado.
Sostiene Goethe que "todo lo real
es ya teoría; los fenómenos mismos son la doctrina". Pero no
se lo tomen muy en serio. Desde cierta tarde de abril, las
sexagenarias saben que un atestado policial es una forma de ficción
realista, aunque recoja verdades universales como que la cartera es,
en cualquier rifirafe, lo último que se suelta.
Columna publicada en Ámbito Cultural
Fotografías de Óscar Monzón