21 de marzo de 2014

Los intelectuales no tienen ni media hostia


Los intelectuales son gente frágil. Escapan de las guerras y las tiranías con maletitas miserables, o se hacen encarcelar sin resistir mucho, o mueren rápidamente. Dejan atrás papeles o dibujos, bibliotecas que arden, registros que, ahora, se borran haciendo clic. Aunque crean gritar muy alto, son silenciados según interesa. La idea de que su voz es fuerte y resiste contra el tiempo solo convence a otros intelectuales como ellos. Pero a la hora de la verdad, cuando reina lo basto -miren a su alrededor si aún les queda ánimo-, los intelectuales dejan de importar.


El neoliberalismo ha prescrito una regulación invasiva de nuestras relaciones con otras personas, con el espacio, con los objetos y con las esperanzas. Su esquema impone lo útil como valor supremo porque lo útil es mensurable, primario, fácil de explicar a los niños. En su crudeza de tarjeta bancaria que se totaliza al final del día, no admite más columnas que las del debe y el haber. Su metro, nos dicen, es perfecto porque está cotejado con un axioma: la distancia que recorre, ya saben, la luz en el vacío durante el famoso intervalo. A veces hasta creemos que el neoliberalismo, todo rigor y sigilo, es tan espontáneo como una flor que se poliniza sola, como un tifón.

Por fin respiran los mercaderes. La cultura, esa cosa abstracta y amorfa que los intelectuales no lograban definir, ya tiene límites, tanto en su esencia como en su alcance, y por fin nos entendemos: hablamos sin metáforas de producción de bienes culturales (esencia), cuya calidad está determinada por las ventas (alcance). Aquí manda Hermes, no Atenea. Aquí el mercado se autorregula, como las flores y los tifones.

Adiós, intelectuales; adiós, gente de bien. Cargad con la culpa de no haber sabido defender vuestros precios, de no entender la compraventa, de no luchar contra los viajantes. Sosteníais que vuestra arma era la palabra, y a la hora de la verdad, palabra contra palabra, la vuestra es aire frente a la firma que aprueba un IVA letal o que legaliza el robo de vuestros bienes. Habéis corrido al lado de un carro demasiado grande con la lengua fuera, hasta reventar. Eso, se os dice ahora, era codicia: habéis filosofado por encima de vuestras posibilidades.

Pero incluso los matones necesitan, para sí o para sus señoras, rodearse de cosas bonitas, grandes, coloristas, suntuarias y modernas. En eso se parecen a nuestros gobernantes, que se mueven, como galvanizados por la emoción de saber que el dinero público no es tal cuando cae en sus manos, entre Calatrava y Carla Duval, hermana de la vedette. Cultura.

La neurociencia, como antes hicieran la literatura, la filosofía o la religión, aporta ahora las metáforas narrativas que prometen explicar el todo. Habla de transmisión de datos, de impulsos eléctricos, de determinismo genético y de segregaciones de estimuladores que, por un momento, nos hacen olvidar que existe la ley de causa-efecto. Nubes y redes son las imágenes especulares de nuestro tiempo: oscuridad y laberinto.

Y así la causa del efecto de la destrucción de la cultura en nuestro país queda sin explicar. Son redes, señores, cosas inasibles, fenómenos naturales, actos divinos sin un origen conocido. Es el mercado, que emana de los seres humanos. Se espera de nosotros como ciudadanos que no lleguemos a un análisis más profundo que el dedo azul que apunta arriba o abajo. O, como mucho: es complicado.
Unamuno, hace tiempo, tembló ante el mutilado. Creía en la Universidad como templo de la inteligencia, y hablaba de persuadir, y de mentes que guiaban a las masas y de otras ideas sutiles, pensaba que el enemigo de la cultura era solo la falta de libertad. Pero míranos ahora, libres y ricos, en un país que no fusila a sus intelectuales. Los deja a su suerte como si la omisión del deber de socorro no fuera un delito.

Columna publicada en la revista Ámbito Cultural con el título "El Apagón". 
La primera fotografía no tiene créditos. La segunda es de Michael Schmidt

Igual hay que leer a Peter Stamm para entender lo mal que está Europa


En el mapa imaginario de nuestro continente, Escandinavia es el silencio de Dios, Italia un escote, Austria un sótano lleno de muertos, Inglaterra un parlamentario con ligueros y España una fritanga hecha con la oreja de Pascual Duarte y el ojo del perro andaluz. Todo muy extremo, sí, como un piano sin teclas centrales.

En el mapa real de la UE existe una zona muy grande llena de esa gente sosa a la que hemos conocido siendo Erasmus (que en paz descanse, tiempo al tiempo) y a la que hemos mirado por encima de nuestro hombro mediterráneo: es esa gente que vive veranos cortos, que va de pesca, que acampa cerca de los lagos y que vive sin drama ni emoción. Todo muy gris, sí, como un profesor de alemán con un jersey tejido por su madre.


¿Hay entre los dos clichés -entre el reflejo del esperpento del arte y la falacia de la experiencia como verdad- sitio para visiones literarias que capturen los matices y significados del europeo normal como personaje? ¿Es Peter Stamm -suizo y realista- quien mejor ha sabido tomarle las medidas a ese ente, mitad pesadilla y mitad sueño burocrático? Y si no sabemos muy bien de qué hablamos cuando hablamos de nosotros en tanto que europeos, ¿servirá la obra de Stamm como nuestro equivalente cuando en el futuro olvidemos quiénes éramos en esta deriva?

Europa, vista de lejos, con los ojos del arte, es una cosa cansada y pequeña, un aire respirado demasiadas veces, una conversación entre el cuerpo del texto y las notas al pie. Steiner, Houellebecq, Magris, Jelinek o Winkler se han preocupado, cada uno a su manera, de poner orden (o neurosis) en la avalancha de detritos. Pero tal vez la erudición y el grito necesiten un contrapeso en la balanza: la crónica plana de Stamm parecería, en voz baja, completar la foto.

Quien pueda elogiar su obra con razones atractivas o palabras fáciles, que lo haga. Sus novelas tratan de relaciones amorosas (Siete años), del paso del tiempo (Tal día como hoy), de la búsqueda de un sentido vital (Paisaje aproximado) o de todo lo anterior combinado. Es difícil pensar que un lector menor de treinta años, por ejemplo, encuentre en Stamm a su autor de cabecera: hay algo en la neutralidad de su prosa que parece no distinguir lo poético de lo banal ni lo intemporal de lo transitorio. La experimentación formal -ese énfasis que subraya que algo merece ser subrayado- aparece solo ocasionalmente en algún relato, como si Stamm escribiera entonces acerca de una historia y no acerca de la vida. Su mirada -su lenguaje- se posa sin contraste en un mundo sin relieve, como el nuestro. El adjetivo que resuena al leer sus libros es "normal".

Si el aquí y ahora es la falta de propósito en una asfixia lenta, los personajes de Stamm son el reflejo de nuestro continente: ciudadanos de la UE nacidos hace poco y definidos -o indefinidos- por una superficial noción de sí mismos basada en lo reconocible, en lo repetido y lo externo, en lo pasajero y lo prescindible. Y es en esta desconexión con la propia identidad sentimental o regional donde podemos reconocer nuestro desapego y nuestra levedad: nada es muy grave en el fondo, la vida sigue, estamos aquí por haber de todo. Hacía falta un suizo -quién lo iba a decir- para ver las cosas con tan poca gracia. Y con tanto acierto.

Columna publicada en la revista Ámbito Cultural con el título "Un autor de la UE"
Fotografías de Thomas Struth