25 de octubre de 2010

Querido John Updike

Querido John Updike:

Descansas en paz, así que mi carta no turbará tu sueño. Pero debo hablarte.
Has escrito un libro muy mono. Se llama The Maples Stories y me ha puesto de los nervios. Es una recopilación de historias acerca de Joan y Richard Maple, que, según cuentas, aparecieron entre tus páginas en 1956.
Los Maples se casaron, se amaron, perdieron la esperanza, tuvieron hijos y amantes, volvieron a quererse, sintieron spleen, nostalgia y epifanías, ganaron pasta, fueron abuelos. Tú los seguiste hasta mediados de los ochenta, contando los altibajos de sus vidas. La moraleja, dices en el prólogo, es que all blessings are mixed.
¿Y qué?

Querido John Updike, ¿y qué?
El libro es, literalmente, precioso. Lo publica Everyman con un papel suave y una letra tan cómoda al ojo que parece diseñada en el Mundo de las Ideas. Tiene tapa dura y hasta sobrecubierta, y se lee solo.
Tal vez también se haya escrito solo. Yo entré por una puerta en 1956 y salí por la otra treinta años después, intacto, limpio, con todos los pelos en su sitio.
Una película sosa irrita o aburre. Un libro fallido molesta o frustra. Un paseo por el campo relaja o agota. Pero este libro provoca emociones superficiales, domesticadas y complacientes: emociones pijas, del tipo de una onda en el agua o una brisilla.
Nada te turba, nada te espanta.

Querido John Updike, hoy me desperté por tu culpa. Me acordé del principio del siglo XX como si lo hubiera vivido, y pensé en los artistas que creyeron (realmente creyeron) que su trabajo podía reventar el mundo conocido y definir uno nuevo desde cero. Pensé en las obras hechas por necesidad absoluta, y después pensé en tus relatos acerca de los Maple. Son finos y equilibrados, y admirables, por supuesto, como admirable es una cuchara o un abrazo.
Pero no más.
¿Es posible, querido John Updike, que la función última de estos relatos sea hacernos pasar el rato?
¿Pasar el rato? ¿Es esto cierto? ¿Es esto posible?

Pero quiero ser tu fan, querido John Updike. Por eso voy a rescatar dos relatos de este libro (The taste of metal y Grandparenting, realmente bueno), y a contarte una anécdota.

Pasé mucho rato pensando en ese tercer relato que merecía el indulto. Recordaba un relato conciso y frío que narraba el encuentro de la pareja protagonista con otra pareja muy similar en un hotel de costa. De vuelta a casa, los protagonistas visitan al otro matrimonio en una casa de campo. Beben, congenian y duermen felices. A la mañana siguiente, los protagonistas despiertan en una casa vacía. Ni rastro de la cena, ni rastro de sus amigos. Sólo un teléfono con la luz roja del contestador parpadeando. Cierran la puerta y se montan en el coche. La mujer, aterrorizada, duda que sean capaces de llegar a su destino; el marido le agarra la mano y conduce con la otra. Ambos miran de nuevo a la casa. La puerta está abierta.
Eran menos de diez páginas, un relato perfecto y misterioso por muchos motivos.
Pero recordaba mal. No eran los Maple. El relato no era tuyo.
Se llama Soul Mates y es de Jane Gardam.

Querido John Updike, me despido afectuosamente.

Fotografías de William Eggleston

14 de octubre de 2010

The scapegoat, de Jocelyn Brooke

Conocemos el paisaje y los actores: Inglaterra antes de la Segunda Guerra Mundial, niño gay hipersensible que queda huérfano y es acogido por su tío soltero, un hombre gigante e hipermasculino que se pasea por casa en ropa interior o, mejor aún, en bolas.

Conocemos la trama: el niño, inevitablemente, siente la llamada del lado oscuro, que aparecerá en forma de paisaje amenazante, de soldados que surgen entre las zarzas haciendo maniobras y de unos túmulos prehistóricos que evocan ritos ancestrales y sacrificios.

Pero por si alguien se despista, el autor, Jocelyn Brooke, nos recuerda tres veces en las primeras veinte páginas que la suma de tales elementos anuncia desastre, y hace presentir al niño a sudden spasm of fear: a sense, almost, of immediate danger.
Vamos, que esto no es una comedia. El niño va a terminar really mal. La primera parte se llama Initiation y la segunda The Sacrifice.
Ya oímos los tiros.

Este libro se lee como un Denton Welch sin cafeína, pero se lee. Tiene su ritmo y su relativo misterio y, sobre todo, tiene el morbillo de una reliquia que hace gracia porque, como dice el narrador de The go-between, "The past is a foreign country: they do things differently there".

Y en cierto modo parece que The scapegoat, escrito en 1948, viniera de otro mundo o, al menos, exigiera un contexto específico contra el que definirse y sin el cual tal vez quede mudo, cojo o incluso muerto.

In other words, que Jocelyn Brooke narra aquí un relato sobre la naturaleza corrupta, inefable y fatal de la homosexualidad: una idea vieja, viejuna, viejunísima que tal vez triunfe en regímenes totalitarios como Irán, Marruecos o Italia pero que no se representa con esos tintes en el Occidente civilizado.
Afortunadamente.

Porque el niño protagonista siente en su interior un batiburrillo de impulsos: teme, adora y desea a su tío; quiere huir y quedarse, crecer y no crecer, hacerse un hombre y ser una flor... Y el tío, igualmente confuso, no le ayuda, o tal vez sí: le azota, le obliga a hacer ejercicio para fortalecerse, le mete en su cama, le castiga, le perdona, le vuelve a castigar...

La lógica artística de los elementos en los que se encuadra la historia (el paisaje simbólico, el aislamiento, la soledad de la infancia y la amenaza de la guerra) exige que el niño se deslice pendiente abajo. En la ficción, como en el pasado, una cosa lleva a la otra. Aislados en una granja medio derruida, bajo la única mirada de un mayordomo medio sospechosillo, el tío y el sobrino se buscan las vueltas.

Ya está todo dicho. Lo demás sucede. El niño encuentra unas esposas en la casa del tío y, a las semanas, asiste a una escisión en su interior. Sin saber por qué, roba en el colegio todo un arsenal s/m: puntas de flecha, una cadena de bici, una cuerda, unas zapas de fútbol, un cinturón y unas bermudas del vestuario.
"¿Por qué lo has hecho?", le pregunta el tío.
"No lo sé".
He aquí el principio del monstruo según la imaginación literaria del siglo XIX: uno asiste al desdoblamiento en su mente y en su cuerpo, se ve y no se reconoce. La bestia ha despertado.

Así que vuelve a la granja, dispuesto a todo, atraído por el lado oscuro. Y a partir de ahí leemos para saber el cómo del qué.

Jocely Brooke escribió un ensayo biográfico sobre Denton Welch y prologó la primera edición de sus diarios, en 1952. La lectura simultánea de la obra de ambos produce la sensación de estar leyendo exactamente la misma historia (mismo tren, mismos soldados sucios de cruising por los caminos, mismo colegio, mismas ruinas de un mismo pasado) transformada en dos impresiones, dos experiencias, dos autobiografías.
Lo que nos lleva, como siempre, al misterio de la trasposición de vida en arte. Nuestras vidas son los ríos, por supuesto, pero son ríos idénticos a otros ríos a otros ríos a otros ríos.

Pero, ¿en qué se diferencian Welch y Brooke? No en el sentido, sí en el estilo. No en las historias, sí en la edición de sus detalles. No en su valor histórico, sí en el artístico. No en la sorpresa, sí en la originalidad. No en la importancia, sí en la trascendencia.

Con todo, The scapegoat arde. Está escrito con la certeza de que la literatura es expresión necesaria y casi inevitable.
Idea que hoy en día parece casi revolucionaria.

Fotografías anónimas

3 de octubre de 2010

Jane Gardam: sobredosis

En un rapto de esa dolencia identificada como DPPLS (Demasiada Pasión Por Lo Suyo), me he tragado siete libros de Jane Gardam seguiditos, uno tras otro, y tengo otros tantos esperando en una pila que bulle, palpita y vibra de impaciencia encima de la mesa.
¿Jane qué?
Jane Gardam, G-A-R-D-A-M. Ochenta y dos u ochenta y tres años tiene la señora, que ha ganado dos veces el premio Whitbread y muchos, muchos, muchos otros, como se puede leer aquí, aquí y aquí.

(Pero, ¡ay, editoriales de España, para las que los blogueros trabajamos gratis! Vosotros, a vuestra bola, temerosillos de meter el pie en el agua si no lo han metido muchos otros antes.
A vosotros os pregunto en un aparte: ¿qué vais a hacer cuando Henry James deje de escribir? Porque ya os vale. Ya os vale.)

En fin. Estoy leyendo a Jane Gardam mientras hablo con un antólogo imaginario: este libro lo salvamos, éste se cae, éste va para la backlist. Porque absolutamente todo lo que escribe Jane Gardam se lee con pasmo y gozo, pero no todo echa raíces ni todo se asienta: algo del alcohol se evapora durante la fermentación.

La prosa es perfecta, la atención del lector sigue el dedo de la autora a medida que ella señala aquí y allá, y en cada página hay al menos un giro, un toque, un regalo de ingenio o gracia. Jane Gardam es generosa:

I sit at my computer. It is my first. It is a present from the parish, and generous; for I am old and mad, and I do not look a natural for technology. I am not very friendly. My e-mail address is pangbourne.
This melancholy word has nothing to do with a place, or surname. It is the name of the great gorilla at our local zoo: the ape that has been the love of my life.


O bien,

Daisy Flagg was a parasite. Nothing wrong with that. Hers is a useful and ancient profession. In Classical times every decent citizen had a parasite. There were triclinia full of them. They flourished throughout Europe in the Middle Ages, though later demoted in England to the status of mere court jesters –demoted because your pure parasite does not have to sing for his supper. Not a bar. Not a note.

O

Venetia strengthened herself at the airport by repeating prayers which she was disturbed to find all came from the Order for the Burial of the Dead. Trying for words of thankfulness, all that came were words of conclusion. “Then cometh the end”, she repeated, “when we shall have delivered up the kingdom to God”.
Y así, non-stop, sin darte cuenta, libro tras libro.

Algo de la prosa de Gardam es heredera de Muriel Spark, cuyo nombre no has de pronunciar en vano. Los párrafos iniciales de The Pig Boy, The Kiss of Life y The Easter Lilies (todos en The pangs of love), de Blue Poppies y Bevis (en Going into a dark house) o de Missing the Midnight funcionan tan bien como los de Daisy Overend, The dark glasses o The fortune teller, y comparten con los relatos de Spark narrados en primera persona esa mezcla de urgencia y despreocupación con la que los narradores adelantan información sobre sí mismo y sobre el tono del relato.

Ejemplo Spark (The house of the famous poet):

In the summer of 1944, when it was nothing for trains from the provinces to be five or six hours late, I travelled to London on the night train from Edinburgh, which, at York, was already three hours late. There were ten people in the compartment, only two of whom I remember well, and for good reason.

Ejemplo Gardam (A seaside garden):

I thought of Helen Gibb the other day. It was on York station. There was simply nothing on York station to remind me of her. It must have been the tone of a voice passing, or maybe the airy, breezy smell of the North again. There she was before my eyes, so living, so alert, so clever -oh, and such thin stick legs, such big boat shoes! No ready-made shoes could ever have fitted those fingery feet. Fourteen she was and I was fifteen. I am forty now.

Y, en versión superconcentrada, apurando el espacio al máximo, ejemplo Amy Hempel (The annex):

The headlights hit the headstone and I hate it all over again.

También Spark sobrevuela algunos diálogos ligera, moderada, encantadoramente non-sequitur.

“D’you want to come to Auntie Pansy’s?”
“Whoever’s that?”

“My godmother.”
“What a name.
"
“She had a funny father.”
“Very funny father.”
“She’s funny too. A bit funny in the head. She lives in the suburbs. She’s rich.”

“Has she got any heating?”.

Prosa de primera, fresca, ingeniosa y viva, capaz de hacer que el lector abra un libro y luego otro, y se pase así un mes.

Pero, ¡ay!
Pero, ¡ay!
Pero, ¡ay!

La literatura sorprende, inquieta y perdura cuando logra iluminar algún aspecto o color del mundo que no se había percibido antes a través de exactamente esas palabras. Y es un tongo, un artificio o un engaño, como se prefiera, pero tiene la fuerza de un milagro.

Y Jane Gardam parece lograrlo sólo en ocasiones. En otras, sólo es excelente.
He aquí el ranking de momento.

-Bilgewater. Sí, o incluso super-sí. Novela de entrada a la madurez con todo lo que se espera del género. Banalidad, pérdida, confusión, amor.

-Faith Fox. Novelón a ratos. Empieza potente y sube hasta el final del capítulo siete, cuando el narrador nos recuerda que estamos en una novela y que su labor será interponerse entre nosotros y la historia:

The fearless, comic, incorruptible battle-axe Englishwoman is now almost gone. There don't seem to be many of the young shaping up in that mould.
And maybe good riddance but maybe more's the pity, for she'll be missed here and there and especially in fiction.

Y a partir de ahí empieza a resultar ligeramente pesado el afán de Jane Gardam por tratar cada capítulo como si fuera un relato corto con un estallido de ingenio o buena técnica (¿qué sentido tiene el capítulo veintiuno?). La novela, con momentos memorable, se hincha en la segunda parte hasta dar la sensación de no tener centro, de avanzar de manera casi arbitraria.

-The Queen of the Tambourine. Esta sí, y quien lo pueda hacer mejor que lo intente.

-The People on Privilege Hill. De aquí salvo dos relatos y medio. Sí a Pangbourne y Babette, y casi sí (excepto por el final) a Snap. The hair of the dog es perfecto en forma pero el sentido ñoñea.

-Missing the Midnight. Buff, buff...Cuentos de Navidad y fantásticos. Algunos parecen ser escritos por alguien sin imaginación que se fuerza a imaginar. Pero Miss Mistletoe es la caña.

-The pangs of love. De momento, su colección de relatos más completa. The Easter Lilies, Stone Trees y The pursuit of Miss Bell son magníficos, extraordinarios, y juegan en la primera división. Otros se quedan muy cerca: Un unknown child, The pig boy, The kiss of life, The ball game y The last Adam.

-Going into a dark house. Y aquí está el segundo mejor libro de relatos, con Blue Poppies y Telegony.

Esto, de momento. Y no sigo, que tengo que ir a leer.

(P. D. Ay, editoriales españolas, qué tirón de orejas os merecéis. Salamandra publica en junio de 2011 la traducción de "Old Filth", que traduce como "El viejo juez" matando el chiste. Como se dice en los pueblos, corriendo van a misa los que llegan tarde. Si esperáis más, la pilláis muerta).

Fotografías de Kent Rogoswki