28 de abril de 2010

"Enemigos de la promesa", de Cyril Connolly

El lector es, en general, un loco. Lee Ana Karenina y piensa que la chica tenía razón al saltar a las vías porque él habría hecho lo mismo. Los libros le dicen lo que ya sabe, lo que ya había visto y aquello que intuía pero, ay, no sabía poner en palabras. Una persona que oye voces va al médico; una que cree que Sófocles le habla de tú a tú pasa por normal.

Pero el escritor es, en general, indiferente a la identificación que el lector paranoico hará con su obra de aquí a cien o dos mil años. Escribe sobre su tema lo mejor que sabe y después, tal vez, reza para que su libro sobreviva milagrosamente y salve alguna que otra distancia espacio-temporal.


Cyril Connolly escribió “Enemigos de la promesa” como si se enfrentara a un reto: quería que su libro, un ensayo sobre el estilo literario y el tiempo, aguantase una década, lo cual no es pedir mucho, pues los ciclos del gusto hegemónico son algo más largos. Pero Connolly, fundador de la revista Horizon, escribía en 1938 con la certeza de asistir al cambio generacional en la escritura que la Segunda Guerra Mundial habría de precipitar más tarde, y analizó en este libro el origen y las características del estilo “vernáculo”, destinado a suceder al “mandarín”, así como los principales peligros que acechaban al escritor de entonces y la transformación social del momento.

La revista Horizon, como un faro, sobrevivió a la guerra, pero el estilo “mandarín”, que provenía de una tradición culta y que había encontrado en el grupo de Bloomsbury a sus abanderados, se debilitó. La publicación de “Retorno a Brideshead” en 1945 es un hito funerario: la novela, snob, hinchada, lírica e inmóvil, gustó a todos los que supieron ver en ella la idealización temática y estilística de una era muerta, pero nada más. Tenía, como escribió Elizabeth Bowen, “el brillo del pasado, o más bien el brillo que nuestros sentimientos imponen al pasado”. Pero la propia Bowen, mandarina hasta los huesos cuando había tocado serlo, se lanzó a hacer novelas experimentales que pudieran dar cabida a un mundo fragmentado y sin norte, y la generación de posguerra resultó estar más cerca de D.H. Lawrence que de Edith Sitwell. Forster lo resumió en “Dos brindis por la democracia”: “Ha supuesto la destrucción del feudalismo y de las relaciones basadas en la tierra, ha supuesto la transferencia de poder del aristócrata al burócrata y del jefe al perito. Tal vez suponga la democracia, pero no todavía”.


Sin embargo, no es la capacidad profética de Connolly lo que ha otorgado a su libro una vida más larga de lo que él sospechara sino su prosa, su agudeza en el análisis y su claridad en la visión de una época cambiante. Las tres partes del libro se complementan: “Una situación difícil” presenta la lucha entre las corrientes estilísticas ya mencionadas, “La sombra de la mostaza silvestre” resume los peligros e incertidumbres a los que se enfrenta el escritor a finales de los años treinta y “Adolescencia georgiana” ilustra, mediante un relato autobiográfico, el cambio social e histórico que hay detrás de la alternancia estilística que se estaba produciendo en las letras inglesas. El conjunto es un retrato intelectual de Inglaterra antes de la Segunda Guerra Mundial.


Pero el lector, acostumbrado a intentar destilar una moraleja de todo lo que cae en sus manos, tal vez quiera ver en las palabras de Connolly la lección eterna de un maestro, la gran verdad, lo indiscutible, y tal vez corra el riesgo de adulterar el análisis al intentar superponerlo a unas coordenadas literarias distintas: al aquí y al ahora. Pues el libro está vivo y chisporretea de ingenio, pero sus conclusiones no hablan de nosotros.


Reconocer que un libro está anclado en su tiempo no le merma mérito, y es posible que ésta sea la primera asunción necesaria para empezar a comprender el sentido profundo de algunas obras del pasado: que es el lector quien debe salvar la distancia temporal y cultural que lo separan del texto, no al revés.



Connolly no escribe para nosotros y Ana Karenina se tira delante del tren con o sin nuestro permiso. Cuando Connolly habla de la religión o la adormidera como vías de escape para los escritores, o sobre las trampas del éxito, el talento o la sociedad, la salud o el fracaso, se refiere a un mundo extinguido. Nuestra sociedad, como nuestra literatura, es otra. No hay aquí un fenómeno artístico semejante a la alternancia de corrientes mandarinas y vernáculas, Defoe no es Quevedo ni Baroja hace por la prosa castellana lo que el cardenal Newman por la inglesa; y si un escritor actual se deja convencer por Connolly en sus opiniones sobre la sátira o el dandismo, tal vez deba pensar que ha sido hechizado más por la buena prosa que por el juicio infalible. Pues tal es el efecto de la escritura de primera: que siempre parece tener razón.

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William Boyd sobre Connolly en The Guardian aquí

Las fotos son de Jacques-Henri Lartigue

25 de abril de 2010

Un mundo, dos visiones: Richard Yates y Shirley Jackson


Vamos a poner a Shirley Jackson en un plato de la balanza y a Richard Yates en el otro, sólo por ver qué pasa, y tal vez –sólo tal vez- llegaremos a alguna conclusión o alguna duda acerca de la literatura, la realidad y sus escurridizas relaciones. De eso se trata.

Plato 1: Shirley Jackson, a quien de ahora en adelante llamaremos SJ, publica su primera novela en 1948 y la última en 1962.

Plato 2: Richard Yates, RY de aquí en adelante, publica su primera novela en 1961 y la última en 1986.

De fondo, la Age of Anxiety: La vida suburban de posguerra en Estados Unidos, con sus consabidos elementos propios (casas con césped, trenes de cercanías, tecnología, miedo a la amenaza nuclear y comunista, heridas de posguerra, alcoholismo, psiquiatría, etc) y con elementos comunes a cualquier otro espacio-tiempo literario (matrimonios fracasados, hipocresía, brecha generacional, soledad, mujeres sin rumbo, ansiedad, cuernos, lucha frustrada del individuo contra el mundo, etc). Del cruce de unos y otros surge la foto de lo intangible y específico del momento: es, como se dice, el Zeitgeist del momento, o, si se prefiere, la Kunstwollen.


La imagen artística que una sociedad consensúa sobre sí misma es, según el momento histórico, más o menos intensa, más o menos vaga o más o menos nítida. Creemos tener una noción clara del tono que tuvo, por ejemplo, el final del Imperio Austrohúngaro porque hay varias obras literarias (Roth o Schnitzler, por ejemplo) que, juntas, sugieren la textura de un espíritu general hegemónico coherente, pero no sucede lo mismo con épocas que no dejaron para el futuro más que visiones individuales, anacrónicas o dispersas, como la Francia de Stendhal. En cuanto a Estados Unidos entre 1945 y 1960, la imagen es clara, legible como un buen briefing. Tiene, de hecho, la eficacia de un anuncio. Reconocemos ese universo porque lo hemos visto muchas veces: es la Age of Anxiety.

Y ahora toca incluir un pequeño detalle histórico y una pregunta.
El detalle es que ya en 1956 la cultura mainstream había asumido la imagen estereotipada de la Age of Anxiety como el retrato oficial y colectivo de la sociedad del momento. Los best-sellers y las pelis de Hollywood (El hombre del traje gris, por ejemplo) eran el espejo: hombres anodinos, esperanzas frustradas, niños angustiados....you name it, it's there.
Y la pregunta es: ¿qué sucede cuando un autor trabaja de espaldas a su tiempo?

Lo pregunto porque RY, repescado ahora como el epítome de la Age of Anxiety, agarró su tema (la angustia suburban de posguerra) con bastante retraso, cuando ya había escritores que lo están satirizando (Cheever) o reencuadrando (Jackson). Pero él, a lo suyo, mordiendo como un perro desde 1961 hasta su muerte.

Veamos, pues, cómo SJ y RY dirigen un mismo tema hacia dos sentidos:

SJ lleva al centro de su narración los aspectos latentes de la vida suburban y los incorpora al relato. El resultado es una explosión: de pronto, la definición de novela de tradición realista se vuelve flexible, pues debe integrar elementos que antes estaban reservados a otros géneros literarios. En su visión literaria de la vida suburban cabe el horror, la parábola, el relato alucinado, los personajes sin caracterización, la parodia, las voces narrativas intercambiables, el humor, la duda...SJ retrata el mundo conocido como no lo habíamos visto antes. Pirada o visionaria, da lo mismo: ha levantado la mano y nos ha dicho que, sintiéndolo mucho, ella ve o imagina las cosas de otra manera. El tema y el sentido toman direcciones divergentes.

RY
escribe una obra sólida y seria, sin levantarse de una silla con cuatro patas: la frustración de posguerra, la alienación del hombre gris, el amor malogrado y los sueños rotos. Sus novelas, de una en una y excluyendo A good school, son impecables, pero el conjunto resulta conservador y tibio porque el sentido no difiere de las características generalmente aceptadas del tema. RY muestra los aspectos dolorosos del dolor, los frustrantes de la frustración, los amargados de la amarguda, y lo hace magníficamente bien. Tema y sentido son la misma cosa.
Pero no. No es eso. La ambición literaria de RY parece pequeña al considerar su obra en conjunto. Nos ha contado lo que sabíamos.
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Fotografías de Thomas Allen